Los que sobrevivieron al peor desastre que recuerde el norte Los que sobrevivieron al peor desastre que recuerde el norte
Dos buses "Flecha Norte" chocaron de frente en 1973, llevándose 35 vidas. A 43 años de la tragedia, un pasajero cuenta su historia.
Pedro Bassi (40) no hallaba las horas de terminar el largo camino. Faltaban solamente dos paradas para -por fin- descansar del agotador viaje que lo traía conduciendo un bus Flecha Norte desde Santiago con dirección a Chuquicamata. Ese 12 de marzo de 1973, su hijo Carlos miraba aburrido los resecos cerros del desierto de Atacama cuando por fin vieron el letrero que decía Antofagasta, quizá la única posibilidad de parar un rato antes de seguir el último tramo.
Bassi estaba en Flecha Norte de puro paso. Llevaba unos meses ahí trabajando como conductor, pero quería volver luego a Andes Mar Bus, la empresa que había dejado y que ya había asegurado su regreso. Era la pega que le daba el sustento, pero lo que en verdad le apasionaba era el periodismo. Tal vez al volante recordaba su época como locutor y reportero de la radio Atacama y Juan Godoy de Copiapó. A lo mejor en el futuro volvía, pero ahora tenía que seguir al mando de este bus de pasajeros que tenía que llegar pronto a Chuqui.
Aunque lo deseaba, Pedro no pudo descansar. El inspector del Flecha Norte dio orden de seguir camino de inmediato y el chofer, resignado, le pidió a Carlos que se quedara en Antofagasta esperándolo a su regreso de Calama. Tal vez algo había presagiado. Pedro se lo había dicho antes a su hijo.
-Cualquier día mi vida puede terminar en la carretera. Es muy arriesgado vivir entre los fierros- le mencionó en una ocasión anterior.
Si ese día el chofer hubiera descansado en Antofagasta antes de seguir a Calama, tal vez hubiera firmado por Andes Mar y habría regresado a Copiapó a tomar una grabadora para volver a reportear. Si hubiese sido así, quizás Pedro Bassi no habría protagonizado la peor tragedia carretera que recuerde el norte chileno: a las 17.30 horas, otro Flecha Norte que venía desde Calama lo chocó de frente. Nunca se supo cual fue la maniobra que causó la tragedia, pero ese lunes, 35 personas murieron entremedio de los fierros humeantes y retorcidos.
Dolor en el desierto
-Disculpe, ¿cómo dio conmigo, después de tantos años?
Jaime Aburto (59) rearmó totalmente su vida cuando decidió irse para siempre a Cerro Navia, en 1979. Se casó, tuvo dos hijos y lleva tres décadas trabajando como obrero en una fábrica santiaguina. Y aunque hayan pasado exactos 43 años desde la tragedia, no puede sacarse de la mente a Pedro Bassi. Lo recuerda furioso porque lo habían mandado altiro a Calama, "y se fue hecho flecha", dice. Durante mucho tiempo su cabeza volvió una y otra vez a tomar ese maldito asiento que lo llevaba a visitar a su mamá cuando vivía acá en el norte.
-El camino se fue para el lado, apareció el otro bus y de ahí no supe nada más.
Si ya es angustiante para los conductores atravesar el desierto después del mediodía con un sol furioso que en cualquier momento los hace cabecear, en el Chile de 1973 era mucho peor. La Carretera Panamericana era apenas un hilo de asfalto en pésimas condiciones que a veces se perdía en el desierto, y aunque superaba fácilmente la velocidad del viejo tren Longino, aún la gente prefería la seguridad del ferrocarril.
-Yo perdí la conciencia- recuerda Jaime- Cuando desperté estaba al lado del chofer, sin cabeza. Eso fue lo más terrible para mí, yo tenía el pie debajo, en el fierro. Estaba solo, no escuchaba nada, solamente un piteo en el oído.
Estaba cayendo la tarde cuando los vehículos que pasaban por la ruta alertaron a los Carabineros de Baquedano. Funcionarios de Vialidad y los rescatistas vieron con horror la escena: los muertos colgaban hasta de las ventanillas. Un poco más allá, en la tierra, el cadáver de una bebé de aproximadamente un año se acurrucaba junto al inerte cuerpo de su madre. La penosa tarea de llevar los cuerpos la tuvo que hacer Onofre Parada, un camionero que los fue colocando de a uno en la carrocería, envueltos en frazadas. Horrorizados cuando se dieron cuenta que no cabían ahí, alguien escuchó una orden.
-¡Hay que colocar unos sobre otros!
Cuando se supo la noticia en Antofagasta, se dio la alerta por la radio y por la incipiente red norte de televisión. Antes incluso que llegaran los heridos al Hospital Regional, cientos de antofagastinos esperaban en la puerta con vendas, sábanas, algodón, sueros y antibióticos. Alguien pidió sangre y fue tanta la gente que quería colaborar, que hubo de sacar a varios porque no daban abasto para tantos.
Ese hospital era un hervidero. Mientras unos ayudaban, muchas familias esperaban desesperadas por informaciones de sus seres queridos. Por la noche comenzaron a llegar los heridos, algunos inconscientes, otros ahogándose en gritos.
-¡No me toquen, no sean malos! ¡Tengan compasión de mi piernecita, está quebrada!- rogaba un herido que entraba al Regional en una camilla tras ser recogido por una camioneta. Jaime llegó al Hospital en uno de los buses destinados para los que venían graves. Su mamá viajó desde Calama para verlo.
-Dios no quería que me fuera no más. Fue un milagro, porque podíamos haber muerto todos- recuerda hoy el sobreviviente al teléfono desde Santiago.
Lágrimas del presidente
Al día siguiente, cuando todo Chile amanecía conmovido con la tragedia del norte, el Presidente Salvador Allende aterrizaba en Cerro Moreno con personal de la Fuerza Aérea, que traía desde Santiago a familiares de las víctimas fatales. En la visita al Hospital, el Presidente no pudo contener las lágrimas cuando se encontró con Esther, una niña de diez años que preguntaba por su papito. Andrés Contreras, funcionario de la Mina Exótica, había fallecido en la tragedia, pero a Esther aún no le habían contado nada.
Afuera, al Presidente Allende lo esperaban un grupo de funcionarias del Hospital Regional que -en medio del desastre- lo invitaron a dialogar. Dejaron de insistir cuando el Mandatario les mencionó que no era un momento oportuno. "He venido a ver a los enfermos, compañeras. Para eso viajé al norte. A ustedes, en cambio, los he venido a ver unas veinte veces".
La tristeza de Antofagasta se nota en las calles. Miles de personas salen a recibir a los féretros que desfilan rumbo a la Catedral, donde los despide el Arzobispo Francisco de Borja Valenzuela Ríos. Entre silenciosos sollozos, pétalos de flores eran lanzados al cortejo fúnebre.
El silencioso homenaje se repetía en el Colegio San Luis y en el Estadio Techado de Calama, donde fueron velados los restos de las víctimas. Jaime Aburto pareciera aún escucharlos hoy, a 43 años de la tragedia. "Yo nunca más volví a ese lugar. Hace cuatro años atrás tuve que ir a Calama y pasé por ahí. Hicieron una animita, pero no voy para esos lados yo", dice.
En la Población Norte de Antofagasta, Hugo Barriga recuerda a su hermano Ronny, otro sobreviviente del accidente del Flecha Norte, fallecido el año pasado. "A él le gustaba mucho viajar, pero quedó traumado. Él venía de Calama, me contó que salió arrancando y de ahí quedó trastornado. A mi tampoco me habría gustado ver algo así", dice.
Jaime se metió al servicio militar para superar el trauma. Estuvo un año con psicólogo y durante meses no fue capaz de subirse a un vehículo. "Mi mamá murió el año 77, me quedé solo y yo quería olvidar un poco eso. Le conté al comandante y le dije que era lo único que necesitaba para tirar para arriba. El comandante me dijo 'no vas a tener tiempo ni siquiera para pensar en tu polola'", cuenta.
El sobreviviente de los 80 heridos de esos Flecha Norte cuenta que años después tuvo otro accidente cuando quiso hacer dedo para venir a Antofagasta. Antes de llegar a Coquimbo, el Subaru que lo llevó se volcó en la carretera. Emocionado, Jaime Aburto hace una pausa en la conversación y agradece que se hayan acordado de él.
Durante semanas, los medios de prensa nacionales e internacionales dieron hasta el último detalle de esa triste tarde del 12 de marzo de 1973, una tragedia que el norte nunca olvidará. "Cada objeto diseminado en la carretera llamaba a reflexionar", comenzaba una crónica de "La Estrella del Norte" al día siguiente. "Una mamadera con algo de leche, un guante, un zapato de niño, un tejido a medio terminar. Empapado en sangre, un ejemplar de la revista cómica 'Condorito'. ¿A quien pertenecía?. Tal vez su dueño rió de buena gana con las ocurrencias del popular personaje que le hacía acortar el camino".
Jaime se asombra a 43 años de escritas esas palabras que en todo este tiempo nunca leyó y que hoy se guardan en los archivos de prensa.
-Yo me bajé en Baquedano a comprarme ese Condorito...- dice.