Nuestra señora
ADELANTO DE "LA ESTRELLA" - Pedro Ariel Plaza Ramírez
El padre Ignacio acababa de terminar la misa de la tarde. Se había retirado a la sacristía a sacarse los paramentos y en seguida se ubicó a un costado de la puerta central para despedir a los feligreses del día domingo al anochecer, compuesta principalmente por "damas de la sociedad", como se decía en el pueblo, casi siempre con una sorna un poco disimulada.
A medida que salían pasando por su lado y despidiéndose, les retribuía el saludo y les impartía su bendición, hasta llegar a las más antiguas -las más lentas también-, las últimas de las cuales casi siempre eran las tres hermanas Estefanópulos, hijas del dueño de la pastelería, y la señorita Peñalver. Para ellas siempre guardaba una inclinación más pronunciada, un tono de voz más dulce, una sonrisa más amplia. Las vio alejarse cruzando la avenida para alcanzar la Plaza de Armas y lo asaltó un sentimiento de tristeza al advertir el volumen de la menor, conocida en su tiempo de joven como María la Bella. Ella era la "señorita bonita", elegante, coqueta y de risa cantarina cuando él, todavía joven, había llegado al pueblo.
En las ocasiones en que aludía a esos tiempos, su compadre, el alcalde, invariablemente se burlaba de él acotando que lo habían mandado castigado por "líos de faldas".
Según el padre Ignacio, eso no pasaba de ser uno de tantos infundios inventados por su malicia y lo rechazaba haciendo alardes de indignación.
Previendo el asalto de recuerdos tristes, dio un manotazo al aire como para quitar telarañas ante su rostro, pero no pudo evitar ensimismarse en pensamientos relativos a la fugacidad de la belleza física y de las huellas implacables que van dejando los días, uno tras otro, lentos, imperceptibles, inexorables...
A su memoria vinieron versos de uno de sus poetas predilectos: ..."la color y blancura, / cuando viene la vejez,/ ¿cual se para?"
Se sobresaltó sintiendo la presencia de alguien a su lado. Volteó con la rapidez que le permitían sus años y encontró a don José, amigo desde una época que ninguno ubicaba con mucha precisión.
En alguna oportunidad hicieron recuerdos y se sinceraron sin dejar de reírse de las tonterías pensadas cuando eran jóvenes. Sin embargo, expresaban una mutua admiración por el curso que habían elegido para encaminar sus vidas.
-Fuiste el primer cura rojo del país-, le dijo en una de esas ocasiones, hace ya muchos años, don José.
-Y tú el primer rojo católico- le replicó burlón el padre Ignacio, atajando la estocada.
Se reían ambos y desde el interior, dicho entonces con seriedad, cada uno revivía circunstancias pretéritas.
-En la profundidad de las minas, donde el espacio se estrecha, la orientación y el tiempo se pierden y entregado a designios desconocidos, invoqué muchas veces a Dios. Un día pensé que si lo hacía en privado, era una hipocresía no hacerlo en público. Entonces empecé a venir a la iglesia. No porque creyera en tu dios, sino porque en la altura de los cerros, lejos de todo rasgo de civilización, acompañado sólo por siglos de desolación y por mi perro Peregrino y admirando la belleza y grandiosidad abrumadora de las constelaciones y el concierto con que parecen coexistir, me dije "Esto no puede ser casual" .
DE LOS EXTREMOS IINombre: "Nuestra señora de los extremos" (2018)
PÁGINAS: 315
dónde: Se encarga al autor, al correo pedroarielp@gmail.com